Ayer, la vida de trece personas se apagó en una discoteca de Los Olivos, extinguiéndose esa posibilidad inmensa que significa existir. Es cierto que los fallecidos no debieron participar de una fiesta prohibida, desacatando las medidas impuestas por el Gobierno para evitar más contagios. Pero, aun así, su muerte no puede ser validada como castigo por su negligencia. 

Sentir indignación ante una conducta de desacato es aceptable, más ahora cuando necesitamos estar unidos y ser responsables por nuestra salud y la de los demás. Sin embargo, de ahí a justificar una muerte hay un abismo, pues hacerlo nos deshumaniza y nos devela como una sociedad acostumbrada al juzgamiento.

De igual modo, también se ha indicado, con tono acusador, que los culpables serían los policías porque ejecutaron mal su trabajo. Por ejemplo, en un intento por buscar responsables, Sigrid Bazán señaló que ‘si no se hubiese hecho el operativo, no hubiese muerto gente’. Esta declaración resulta inapropiada ya que, justamente, son los efectivos policiales los que fiscalizan el cumplimiento de las normas de distanciamiento, pese al riesgo de contagio que esto conlleva para ellos y sus familias.

Desde luego, existen responsables por este hecho lamentable, tales como los organizadores de la fiesta, quienes deberán ser investigados y juzgados por las autoridades competentes. Sin embargo, más allá de las responsabilidades individuales, existe una responsabilidad colectiva que muchas veces intentamos soslayar. ¿Cuántos de nosotros no miramos a un lado o hasta aplaudimos el incumplimiento de las normas, haciendo de la criollada peruana parte de lo nuestro?

En lo personal, esta tragedia debería llevarnos a cuestionar el respeto hacia la autoridad y las reglas impuestas. Aquí existe un problema de fondo: la falta de una cultura del deber. A todos nos asisten derechos, pero ¿qué tan conscientes somos de nuestros deberes? Si analizáramos los hechos acontecidos bajo esta mirada, saldría a relucir de inmediato el incumplimiento de un deber y la ‘viveza’ para sacarle la vuelta a la norma, sin importar las repercusiones de un actuar negligente.

Nos cuesta asimilar, todavía, que tenemos obligaciones frente a los demás, por encima de cualquier interés personal. Y que, incluso, ciertas necesidades se van ver limitadas para garantizar el bienestar común. No se trata de hacer con nuestra libertad lo que nos plazca, se trata de hacer con nuestra libertad que la convivencia sea más plausible para todos. Y en situaciones como la pandemia, hay deberes que rigen nuestras decisiones porque, intrínsecamente, reconocemos la existencia de una responsabilidad compartida.

El colocarse una mascarilla, guardar la distancia debida o evitar salir seguido si no es necesario, son obligaciones ciudadanas que conllevan a la formación de una cultura del deber, la cual resulta contraria a la cultura de la desobediencia tan propia de nuestra sociedad. En el Perú, el 95% de las personas considera que sus conciudadanos no cumplen las normas. ¿Podemos construir una verdadera República sabiendo que el otro no respetará las normas?

Definitivamente, este es un problema complejo que no se agota con una campaña de concientización, por cuanto exige un re examen interno de los valores que tenemos como sociedad. Y en este re examen importa mucho la voluntad de cada individuo. El cambio esperado no es más que la suma de voluntades individuales. Y ese es el gran desafío que nos impone la pandemia.