Tenía 12 años cuando pisé por primera vez Lima. Mamá me trajo a esta gran ciudad para visitar a mis hermanas que estaban de vacaciones. Éramos una familia bastante humilde y por aquellas épocas papá no conseguía trabajo (como le ocurre seguramente a medio Perú). Llegamos al punto de vender algunas cosas de valor. Mamá nunca bajó la guardia cuando de protegernos se trataba. Uno de esos días difíciles, ella advirtió que en los centros de artesanías podíamos vender piedras fósiles. ¿Piedras? Sí, piedras fósiles. Esas que alguna vez, sin pensarlo, salvamos de la quebrada que bordeaba nuestra casa, en la cálida ciudad de Bagua Grande (Amazonas). Por fortuna todo salió bien. Vendimos las piedras en un centro de artesanías de Miraflores. No nos dieron mucho, pero cada sol cuenta cuando se es pobre.
Este episodio no lo he olvidado. Lo retuve en mi memoria porque retrata el racismo con el que convivimos en este país. Recuerdo que acompañé a mi mamá a vender las piedras que pusimos en un saco pequeño. Caminamos de un lugar a otro, siempre de su mano. Hasta que por fin alguien se interesó en las piedras. Mamá tuvo que dejarme fuera de una tienda para concertar la venta, ya que la dueña no me dejó entrar. Me quedé parada mirando las artesanías desde allí, a través de los mostradores de vidrio. En ese momento, salió una persona enviada por la dueña de la tienda y me pidió que me vaya a una esquina porque estaba dando mal aspecto. En otras palabras, estorbaba la buena vista con mi presencia. De seguro fueron mis rasgos de serrana, chola o india, y hasta mi postura, forma de hablar, vestimenta o color de piel, lo que delataba mi posición inferior en una sociedad clasista.
Pero ¿cómo supe que mi presencia les molestaba? Pues, al cabo de unos minutos, un par de niños blancos y rubios se pusieron a jugar justo en donde yo estaba parada sin que los retiren. Desde luego, no eran como yo. Por ello el trato que recibieron fue otro. Me di cuenta de eso en un instante y sentí una profunda tristeza al toparme con una realidad aplastante que, muchas veces, le arrebata la vida a las personas (aún en estos tiempos de profesa libertad). No quiero imaginarme lo que han sentido otros en situaciones más injustas y peores en la magnitud de los hechos. No quiero comparar porque la discriminación es discriminación, pero se me eriza la piel cada vez que mis ojos se enfrentan a esa triste realidad y son testigos del racismo más osado.
Un acontecimiento de los peores es la reciente muerte del afroamericano George Floyd en manos de un policía estadounidense. Las imágenes y el contexto del crimen no nos dejan espacio para las dudas. Hubo racismo y nadie, con un mínimo de conciencia crítica, se puede atrever a negarlo. Hubo un racismo descarado, visible, directo y delatador. La muerte de Floyd ha originado las protestas legítimas de quienes se cansaron de callar atropello tras atropello. Con esto no estoy avalando la destrucción de bienes públicos ni los destrozos ocasionados, solo pretendo enfatizar que es legítimo alzar la voz cuando por años fuiste un pacifista que confió en un sistema que le dio la espalda a tu dignidad como ser humano.
El racismo es una manifestación de la violencia estructural y el Estado no puede desentenderse, ni tampoco nosotros los ciudadanos. Muchos se han indignado con la muerte de Floyd, respaldando la ola de protestas. En mi opinión, todo acto racista es un asunto universal que, sin importar donde ocurra, merece nuestra atención y respaldo hacia las víctimas, toda vez que el exterminio del racismo configura una lucha colectiva mundial. Por consiguiente, los peruanos y peruanas podemos sentir indignación ante cualquier hecho de racismo execrable, pero sin desconocer —al mismo tiempo— que en nuestras fronteras es también un grave problema por erradicar. No ser conscientes de la inmundicia de nuestro entorno, más que en personas hipócritas, nos convierte en cómplices.
A diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos, en el Perú el racismo es asolapado, a tal punto que configura una práctica normalizada. Pocas veces la población percibe su real crudeza, dado que está impregnado en el tejido social y por eso mismo nos cuesta tanto removerlo. Es como una enfermedad silenciosa que limita derechos fundamentales y resta oportunidades. Una enfermedad en perjuicio de personas y grupos desfavorecidos, a los cuales se les ha segregado y discriminado en razón de ciertos criterios —más bien falsos pretextos— que han echado por la borda la igualdad.
El episodio que viví en mi niñez es un ejemplo de la normalidad con que ocurren actos de racismo disfrazados en lo cotidiano. Según una encuesta del Ministerio de Cultura, el 53% de peruanos considera que somos racistas y solo el 8% se reconoce a sí mismo como tal. Además, el 31% afirma haber sentido algún tipo de discriminación. Esto no es novedad para una sociedad que convive con el racismo.
Es increíble que sigamos cerrando los ojos para no ver lo evidente. Nuestro lenguaje es una fuente de discriminación y violencia que mantiene en la opresión a grupos de personas que no merecen un trato diferenciado. Reírse del “negro” o la “chola” no es normal. Dar por superior al “blanco” o al que tiene dinero tampoco es normal. Creer que es menos una persona por ser indígena o no haber estudiado el colegio es una afrenta a la igualdad. Detrás de esas actitudes se esconde un mensaje sutil que da por inferior a quien es negro, cholo, indio, pobre o analfabeto. ¿Lo entiendes o no? Normalizar esa forma de concebir a los otros es lo que oxigena la violencia oculta en formas de convivencia poco saludables, que le restan oportunidades laborales, de estudio, económicas, culturales y políticas a seres humanos diversos.
No importa en absoluto el color de la piel, el sexo o género, la vestimenta, la lengua, los rasgos físicos, el lugar de procedencia o el nivel de ingresos, puesto que estos no definen las capacidades de ninguna persona ni son motivo para relativizar la dignidad humana y dar pie a la desigualdad. No aceptes que está bien descalificar a los demás, cuestiónate a ti mismo. Confieso haber utilizado la palabra negro y reconozco que fue la herencia de esta sociedad racista. Pero como seres humanos, podemos romper esas cadenas que oprimen injustamente a otras personas. Nelson Mandela decía ‘nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, origen o religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar, el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario’.
Hay que ser humildes para reconocer que hemos heredado el racismo y valientes para afrontarlo con sabiduría. La acción más revolucionaria consiste en cambiarte a ti mismo. Indígnate de los actos de los demás y también de los tuyos. Procura corregir tus errores diarios. Y trata de enseñar a los demás con amor y tolerancia, y jamás con violencia. El racismo se combate con empatía para abrir las mentes de quienes han normalizado la discriminación en este país.