La crisis que vivimos nos está devolviendo la visión. Antes éramos como zombis caminando sin trazo definido. Los herederos de un sistema cargado de inequidades y barreras estructurales que no nos atrevíamos a saltar. De cuando en cuando, algunas voces se alzaban para formular reclamos y peticiones en medio de ese caminar zombi. Sin embargo, pocos se unían a la oleada y levantaban la voz, pues el imperativo social predominante solo exaltaba el involucramiento cuando la causa de lucha suponía un interés particular. La solidaridad con la angustia del otro, que en ese entonces parecía totalmente ajena, era escaza. De manera que, sin el empuje social suficiente, no prosperaron peticiones elementales que, de haber conseguido en ese momento, nos hubiesen permitido afrontar la pandemia en mejores condiciones.
Lamentablemente, la realidad que nos envuelve es consecuencia de la desidia. O mejor dicho, es el golpe de retorno por desentendernos del papel protagónico que le concierne a todo ciudadano y ciudadana libre en un régimen democrático como el nuestro. Ciegos, carentes de sentido común, admitimos el desorden y la corrupción que creció desbordante. Ahora, distanciados unos de otros, tenemos por fin el espacio suficiente para ver, con mayor nitidez, las piedras que bloqueaban el paso a la transformación.
El sistema público de salud aparte de precario, no es accesible ni universal como creíamos. Millones de peruanos no tienen agua ni para lavarse las manos (una exigencia sanitaria mínima que puede costarle la vida a quienes han sido olvidados por años). Tampoco existen suficientes sistemas de saneamiento y la educación es el privilegio de un puñado de personas. Hay también un segmento considerable de conciudadanos que no tiene un trabajo estable, un techo para vivir o que viven hacinados y en un ambiente de violencia suprema. Esto no es nuevo. Hemos convivido con tales deficiencias antes de la pandemia. La diferencia es que por fin se nos han revelado como problemas que conciernen a la mayoría. Han dejado de ser un asunto de los grupos discriminados y excluidos históricamente. Un reclamo de los menos favorecidos, de los que viven del día a día para subsistir y no tienen ni siquiera para comer.
Sirve de poco lamentar el escenario sombrío que oscurece a todas las regiones del país por la pandemia, en un contexto de privaciones y falta de acceso a servicios elementales que arrastramos del pasado. La muerte nos atraviesa a cada instante y los picos de contagiados parecen de nunca acabar. Al día 53 de la cuarentena, suman 58, 526 los infectados a nivel nacional. La curva parece implacable y los martillazos no han sido suficientes para contener el virus. El Estado ha puesto de su parte, pero las carencias de tantos años han impedido los resultados esperados.
Aunque sea incómodo admitirlo, las carencias aludidas no son únicamente de tipo material, sino que comprenden la ausencia de moralidad y conducta ética entre nosotros. Los actos de corrupción de funcionarios y servidores públicos son la prueba tangible de una funesta degradación dejada al descubierto por la Contraloría General de la República. Robarle al más necesitado es un crimen despreciable, pero robarle en estas condiciones lo es aún más.
Junto al miserable flagelo de la corrupción, un cuantioso grupo de ciudadanos y ciudadanas le han dado la espalda al país al no cumplir la cuarentena ni las normas de distanciamiento social. La absoluta irresponsabilidad de algunos nos ha llevado a los picos de contagio más altos de América Latina. Lamentablemente, estos compatriotas no asimilaron que de sus acciones no dependía solo su vida, sino la vida de otras personas que hoy han fallecido trágicamente, sin ser despedidos por los suyos, sin pasar por ese último trayecto que es parte de la muerte digna que todo ser humano merece.
Ante un panorama tan descorazonado, llena de esperanza pensar que así el mundo se esté cayendo a pedazos, hay quienes se han dado a la tarea de salvar vidas desde su entorno personal. La historia de Iquitos y la cadena de solidaridad que ha conseguido recaudar más de un millón de soles para construir una planta de oxígeno, es realmente asombrosa. La conversión de la Plaza de Acho en la Casa de Todos es un sueño de infancia que, increíblemente, se ha cumplido. Y esto es solo el 1% de aquellas historias que nos oxigenan a diario y nos permiten seguir respirando frente a esta crisis que nos quita el aliento.
Entre las tinieblas hay luz y esta proviene de los peruanos que han despertado para tomar la batuta y decir basta de tanta indiferencia. El martillazo más contundente proviene de la ciudadanía, de una ciudadanía en metamorfosis. El poder es del pueblo y siempre lo ha sido. Solo que antes aceptábamos ser los relegados ‘ciudadanos de a pie’, los excluidos de la gestión estatal, los defraudados por los políticos y funcionarios corruptos. Éramos —y somos— los que enaltecen la criollada como un atributo inherente de nuestra peruanidad. ¡Cuán equivocados estamos!
Ha llegado el momento de transformarnos y convertirnos en 'ciudadanos de pie', en ciudadanos que no se conforman, exigen y luchan juntos para lograr condiciones de salud universal, educación de calidad, servicios públicos, trabajo estable, seguro social, la erradicación de la violencia y discriminación, y demás condiciones mínimas que la pandemia nos ha hecho ver que son básicas para una vida digna.
De nosotros depende el jaque mate en este juego mortal. Nuestro sistema no es capaz de soportar una cuarentena más prolongada. La reactivación económica es vital para evitar el colapso. Los bonos económicos son insuficientes para contener el hambre de millones de familias pobres. Necesitamos salir a trabajar con el riesgo de tropezar con la enfermedad. Es inevitable que llegue ese momento. ¿Cómo afrontarlo es la pregunta? La respuesta procede de nosotros mismos. El desafío más grande somos nosotros.
Es imposible que salgamos así por así, programados para llevar una vida como la que teníamos antes. Nada es igual ni volverá a serlo. Debemos salir de casa sin vendas en los ojos, siendo realistas para no caer en facilismos y esperar solo la muerte. Si vamos a salir que sea para afrontar audazmente la pandemia, con la visión recuperada y siendo conscientes que para sobrevivir al hambre y al virus tenemos que ser capaces de dar el giro hacia una cuarentena inteligente. La acción colectiva es la que hace la diferencia.
En este punto, el autogobierno de uno mismo implica asumir con responsabilidad plena que cada acto nuestro es determinante, es justo la dosis de ciudadanía que necesitamos para aplanar la curva de contagios. La oportunidad de cambio también surge de las crisis más devastadoras. De nosotros depende que la metamorfosis de nuestra ciudadanía no dé origen a una criatura kafkiana, que perpetúe y degrade nuestra condición humana.