El dolor es parte de la vida. Por un lado está el dolor relativo a hechos que marcan nuestra historia personal, es decir, lo que nos ocurre desde un plano individual. Y por otro lado está aquel dolor ocasionado por hechos que les suceden a otros. Este tipo de dolor (al que voy a llamar extrínseco), la mayor parte del tiempo, nos genera impotencia, parálisis, dado que muchas veces no podemos hacer nada para contenerlo y terminamos cayendo en la resignación.  

Cada vez que nos enteramos de un feminicidio o violación sexual, ese dolor extrínseco aparece. Es tan seguido que ya tenemos una herida allí dentro. Una llaga que sangra y difícilmente sanará mientras sigan muriendo más niñas y mujeres con absoluta violencia. Nos duele la muerte de Camilita, de 4 años, en manos de un adolescente que la secuestró, violó y asesinó. Nos duelen, a diario, los múltiples casos que nos toca presenciar, uno tras otro.

Ese dolor nos invade a todos sin importar las latitudes porque la violencia de género carece de límites territoriales. El dolor, mezclado con indignación, que produce la violencia contra las mujeres es extrínseco, pero —a diferencia de otros sucesos— no puede llevarnos bajo ninguna forma a la resignación. Adoptar una posición pasiva y esperar solo respuestas desde el Estado y sus instituciones es francamente insuficiente y hasta denota hipocresía.

Tras la muerte de Camilita, muchos culparon a la madre de esta niña. Hicieron juicios de lapidación y sacaron conclusiones apresuradas sin conocer a fondo todos los detalles, ni las peripecias de una familia pobre, como muchas otras en el país. Pocos entendieron que el responsable de un hecho tan execrable es el violador. Los padres tienen el deber de proteger a sus hijos, pero a veces —por diversas circunstancias o factores— fallan en esta tarea y sucede que justo en ese momento pueden ser sorprendidos por un depredador (tal como ocurrió con Camilita). Seguramente con relación a la actuación de los padres se harán las investigaciones correspondientes, algo que le concierne a las autoridades estatales.

Más allá de esto, nosotros como sociedad debemos ser conscientes de que hay casos en los que nadie falla, y aun así las niñas sufren violaciones en presencia de sus padres, en su casa, en el colegio. Los casos del pasado nos revelan esta terrible verdad: las niñas y mujeres están expuestas y en peligro constante, en todo momento, así estén solas o acompañadas.

Existe, por consiguiente, un problema estructural en esta sociedad y la inacción de quienes solo juzgamos nos vuelve culpables. Tenemos que reconocerlo. Dejémonos de tanta hipocresía. No basta con sentir dolor, ni con lamentarnos por la ola de feminicidios y violaciones sexuales. Este asunto requiere el involucramiento de todos. No es la lucha de las mujeres feministas. Es la lucha de una sociedad que se cansó de tanta violencia contra la mujer: es un pueblo que ya no aguanta más misoginia.

Y en esta batalla, las mujeres cumplen un papel fundamental. Todas tenemos que sumar con acciones, por más pequeñas que sean. Necesitamos forjar lazos de hermandad para protegernos y garantizar mejores condiciones para nosotras y las nuevas generaciones de niñas y mujeres. Somos más de la mitad de la población. Si logramos deconstruirnos y dejar en el olvido los estereotipos, le vamos a ganar la partida a un sistema que oprime a la mujer y la ubica en una posición de inferioridad.

Es difícil admitirlo, pero muchos de los juicios que se lanzan contra otra mujer provienen de mujeres. Son las mismas mujeres las que perpetúan la violencia de género en el lenguaje, en el hogar, en el trabajo, en las calles, en sus relaciones. Hemos heredado un legado de violencia del que urge desprendernos. Decirle, por ejemplo, ‘feminazi’ a otra mujer es señal de rechazo. Es como situarte en un balcón elevado desde donde miras a otras mujeres, sin despertar una gota de empatía ni un atisbo de solidaridad.

Los juicios que lanzas contra otra mujer solo perpetúan la violencia. Deja ser libre a otra mujer, para que tú también seas libre. Dale el lugar que se merece en esta sociedad, porque cuando ello ocurre tú misma estás creando el lugar que mereces. No juzgues bajo la perspectiva de tus vivencias o privilegios. Trata de entender a las otras mujeres desde su realidad y ayúdalas cuando necesiten de ti. Ese dolor que sentimos por cada mujer o niña muerta tiene que convertirse en acciones concretas. ¡Que esa sea nuestra promesa por el Día Internacional de la Mujer! No hay que quitarnos de la mente, jamás, que es la indiferencia la que mata a las mujeres.